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Orgullosamente “cuatro ojos”

Durante muchos años, y aun cuando los necesitaba, me negué a usar lentes.
vie 05 septiembre 2014 03:35 AM
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Durante muchos años, y aun cuando los necesitaba, me negué a usar lentes. - (Foto: Especial)

Durante muchos años, y aun cuando los necesitaba, me negué a usar lentes. No porque los asociara con un nerdismo irredento (al que, de todos modos, nunca podré sustraerme) ni porque temiera que me restaran galanura (si hoy no hay mucho que restar, menos en mi juventud de sobrepeso y acné), sino por una razón no sólo pedestre sino acaso peatonal: me madreaba si caminaba o manejaba con ellos. 

Todo cambió un mes en el que, por cortesía de mi miopía, inauguré primero una calle inexistente en la colonia Roma y, después, una salida imaginaria en pleno periférico. Como predijo el oftalmólogo, tras un par de semanas de uso constante me acostumbré a traerlos puestos, y desde entonces —tendría yo unos 20 años— sólo prescindo de ellos en circunstancias que obligan a quitarse la ropa —el lector no necesita que le recuerde cuales— y para lavarme los dientes. Durante esas casi dos décadas de ser un “cuatro ojos” no han sido pocas las personas que me han sugerido migrar a lentes de contacto o, incluso, operarme para corregir la visión. A pesar de que cada vez veo menos claro (y esto no es sólo una metáfora), jamás lo haría: con los años, he decidido que me gusta usar anteojos.

Tengo, de hecho, un armazón blanco que ha causado controversia. Como trabajo en televisión, gente que no conozco ejerce su pleno derecho a opinar al respecto, sólo que arrogándose uno que es menos propio: asumir que me interesa su opinión. A algunos les gustan mucho. La mayoría los detesta. Y casi todos coinciden en que son “mi sello” y en que los uso “como provocación”. Al respecto, algunas puntualizaciones: 1) Al que tienen que gustarle es a mí, y me gustan mucho; 2) Difícilmente pueden ser mi sello o el de nadie, pues son de producción industrial, además de que  los alterno con otros armazones; y 3) Lo único que buscan provocar, si acaso, es una distracción de mi muy banal rostro (a lo que diré: misión cumplida). Lo que me lleva a formular una hipótesis con cierto fundamento histórico:

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Si bien, los armazones con patillas son un invento del siglo XVIII, mucho tardarían en ganar prestigio social. La primera figura pública en usarlos habría de ser el cómico Harold Loyd —aquel que quedara suspendido de un reloj monumental en la película de 1923 Safety Fast!— y la razón para ello se antoja emblemática de cómo se les percibía en la época: dotado de buena vista y bien parecido, comenzó a portarlos a sugerencia del productor Hal Roach, quien se los recomendara para verse menos guapo, lo que a su juicio convenía a un comediante. (El éxito no habría de ser sino parcial: varias fotos hay en que Lloyd, con todo y lentes, luce muy apuesto).

Habría que esperar hasta los años 60 para la aparición del primer galán de cine con anteojos (James Dean los usaba, sí, pero no en pantalla). Ése había de ser Michael Caine, lejano a los cánones tradicionales de la belleza masculina, y asignado en su lanzamiento estelar, The Ipcress File (1965), al papel de Harry Palmer, espía que pretendía oponerse a la glamorosa figura de James Bond. Heredero del pensamiento de Roach, el director Sidney J. Furie pidió a Caine que conservara en la cinta el grueso armazón de pasta que precisaba en la vida real, justo para restarle atractivo. Lo que no estaba en los planes es que el éxito de la película convirtiera a Caine en paradigma del estilo masculino, y que sus anteojos no sólo contribuyeran a la ecuación, sino que impusieran moda.

Los que no somos guapos pero pretendemos parecerlo le estamos eternamente agradecidos.

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